Empujé la puerta: un sucio espejo con pomo de cobre.
Dentro, bajo las exiguas luces, pude distinguir a cuatro o cinco chicas. Todas eran negras o quizá mulatas, y estaban acompañadas. Me hice hueco en la barra y le pedí una cerveza a la camarera, una rubia bajita. Cuando la rubia dejó el tubo de cerveza sobre el mostrador me sonrió. Tenía la boca podrida.
Observé el oscuro salón reflejado en el espejo de detrás de la barra, luego mi rostro como centro de aquel universo infame. Pasar un rato con una chica de ésas no era la solución. Además, mi economía estaba destrozada y necesitaba ese dinero. Miré la cerveza. Pensé en apurarla e irme, pero cuando levanté el vaso escuché como alguien pronunciaba mi nombre. Reconocí su voz. ¡Dios mío! ¡Laia! Me volví.
Me besó las mejillas, arrastró un taburete y se sentó frente a mí. Tras unos minutos de charla, se levantó y fue a hablar con alguien. Cuando regresó me dijo:
- Con lo que tienes nos dejan pasar media hora juntos.
Subimos a un cuartucho despreciable. Había un bidé y una cama ruinosa.
Hablamos. Al principio le supliqué para que volviera. Le dije que la dejaría ser puta si eso es lo que deseaba. Yo mismo haría las faenas de la casa, la compra, la comida. Pero ella me contestó que no, que ese no era el problema, que además estaba con un chico al que amaba.
- ¿Y él te quiere a ti? ¿Cómo es posible que te quiera y a la vez permita que estés metida en este antro?
Insistió en que se prostituía sólo de forma pasajera, para salir de un bache económico. Dijo que su chico se negaba enérgicamente, pero no me pareció creíble.
Consumida la media hora, cada cinco minutos, alguien golpeaba la puerta por detrás y no decía nada.
Cuando salí de allí, estuve dando vueltas con mi coche hasta que quedó libre un aparcamiento frente al local. Aparqué y esperé. Fumaba cigarrillos con la ventanilla abierta. Cada cierto tiempo encendía la radio y luego la apagaba.
Al cabo de unas horas salieron algunas negras y luego salió Laia. La acompañaba la otra chica blanca, la camarera. Al ver mi coche, se acercó a la ventanilla. Con rostro trágico me pidió que no la obligara a cambiar de trabajo. Le dije que quería pasar con ella el resto de la noche. A cambio prometí dejarla en paz.
Se alejó para despedirse de la camarera. Luego hizo una llamada desde su teléfono móvil. Subió a mi coche y dijo:
- Está bien. Pero a cambio no te quiero volver a ver por este sitio.
- Acepto.
donde yo vivía.
Yo subía detrás y observaba su trasero, cada vez más delgado. Vestía una falda roja, mínima. Pese a ello, seguía pareciéndome distinguida.
Ya en la habitación pudo comprobar que todo seguía en su sitio, como si se hubiera marchado ayer. Pero había ceniceros llenos de colillas por todas partes. Guardó en el bolso una foto de su madre que seguía sobre la cómoda.
Antes de quedarse dormida me dijo que a las diez la despertara. Yo no dormí, sólo me dediqué a escuchar su respiración.
Cuando el sol comenzó a colarse por los agujeros de la persiana rota, tapé el marco de la ventana con una manta gruesa y marrón, haciendo el menor ruido posible al sujetarla con clavos a la pared.
A las diez estuve a punto de despertarla pero lo hice a las doce. Antes, en un bar del barrio, había encargado el desayuno. Lo subí en una bandeja. Zumo de naranja, bocadillo de jamón serrano, café con leche y ensaimada. Dejé la bandeja sobre la mesilla. Cuando me preguntó por la hora, le dije que eran las doce.
- ¡Estás loco! ¡Tenías que despertarme a las diez! ¡Tony estará desesperado!
Se levantó sacudiendo la cabeza y fue hacia la silla donde se encontraban todas sus pertenencias. Buscó en el bolso su teléfono móvil y se enfadó más porque yo se lo había apagado. Argumenté que lo había hecho por ella, para que nada violentara su sueño.
- Ahora ven, siéntate, cómete el desayuno y te llevo después a tu casa.
- ¡Tú no me llevas a ninguna parte, tarado! Me tomaré el desayuno, eso sí; pero me voy al metro. Y júrame por dios que nunca más aparecerás por mi trabajo.
Yo asentí mientras doblaba la almohada en la cabecera.
- Siéntate y apoya la espalda. Y come. Te voy a calentar el café.
Cuando volví Laia acababa su bocadillo. Le eché los azucarillos al café con leche y puse la taza sobre la bandeja.
- Muy caliente, como a ti te gusta – le dije.
La observé mientras lo bebía, a pequeños sorbos. Su ánimo lentamente se iba apaciguando.
Cuado acabó retiré la bandeja a la cocina. De nuevo en la habitación, la besé. Laia sonrió complacida. Me confesó que hacía tiempo que nadie la trataba así y asintió con la cabeza para que me tumbara a su lado.
Al principio sentí reparos en tocarla. Luego acaricié su pelo, sus mejillas, todo su cuerpo. Apagué la luz y me dormí junto a ella.
Su piel era pálida como una almendra. No me cansé de contemplar sus ojos grandes, verdes, tristes, suavemente ojerosos. La admiré por las mañanas, por las tardes y por las noches durante cinco días. Le leí todos los poemas que había compuesto en su ausencia. También le dije todas las cosas hermosas que me gustaría haberle dicho. Le pedía perdón cada vez que utilizaba el dinero que trajo en el bolso para comprar comida; le decía que comprendiera, que utilizar mi tiempo ahora en conseguir dinero me quitaría horas de su presencia. En una de mis últimas salidas, sorprendí a unos de esos esquivos vecinos curioseando para saber qué estaba ocurriendo en mi piso.
Al final llegó el día porque la felicidad nunca es perpetua.
La claridad del sol me había despertado. Contemplé una vez más su cuerpo bajo las sábanas, su cara cada vez más pálida, sus lindos ojos siempre tristes y serenos. Salí del cuarto y cerré la puerta. Me asomé a la ventana del salón. Daba a un callejón donde sólo se veía la pared de otro edificio a cuatro metros, con pequeñas ventanas y alguna ropa tendida. Me quedé un rato observando a los gatos, grises como la pared. Debía tomar una decisión con respecto a Laia: el olor comenzaba a ser insoportable.
Relato ganador del IX Certamen de Relatos Cortos Letras del Sur de San Roque (Cádiz).
Candido Mojarro