Te quitabas la faja de la cintura, te arrancabas las sandalias, tirabas a un rincón tu
amplia falda, de algodón, me parece, y te soltabas el nudo que te retenía el pelo en
una cola. Tenías la piel erizada y te reías. Estábamos tan próximos que no podíamos
vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que
hacíamos juntos.
Me abría paso por tus caminos, mis manos en tu cintura encabritada
y las tuyas impacientes. Te deslizabas, me recorrías, me trepabas, me envolvías con
tus piernas invencibles, me decías mil veces ven con los labios sobre los míos. En el
instante final teníamos un atisbo de completa soledad, cada uno perdido en su
quemante abismo, pero pronto resucitábamos desde el otro lado del fuego para
descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones, bajo el mosquitero blanco.
Yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado, con
las piernas recogidas y tu chal de seda sobre un hombro, en el silencio de la noche que
apenas comenzaba. Así te recuerdo, en calma.
Tú piensas en palabras, para ti el lenguaje es un hilo inagotable que tejes como si la
vida se hiciera al contarla. Yo pienso en imágenes congeladas en una fotografía. Sin
embargo, ésta no está impresa en una placa, parece dibujada a plumilla, es un
recuerdo minucioso y perfecto, de volúmenes suaves y colores cálidos, renacentista,
como una intención captada sobre un papel granulado o una tela.
Es un momento profético, es toda nuestra existencia, todo lo vivido y lo por vivir, todas las épocas simultáneas, sin principio ni fin. Desde cierta distancia yo miro ese dibujo, donde
también estoy yo. Soy espectador y protagonista. Estoy en la penumbra, velado por la
bruma de un cortinaje traslúcido. Sé que soy yo, pero yo soy también este que
observa desde afuera. Conozco lo que siente el hombre pintado sobre esa cama
revuelta, en una habitación de vigas oscuras y techos de catedral, donde la escena
aparece como el fragmento de una ceremonia antigua. Estoy allí contigo y también
aquí, solo, en otro tiempo de la conciencia. En el cuadro la pareja descansa después de
hacer el amor, la piel de ambos brilla húmeda. El hombre tiene los ojos cerrados, una
mano sobre su pecho y la otra sobre el muslo de ella, en íntima complicictad. Para mí
esa visión es recurrente e inmutable, nada cambia, siempre es la misma sonrisa
plácida del hombre, la misma languidez de la mujer, los mismos pliegues de las
sábanas y rincones sombríos del cuarto, siempre la luz de la lámpara roza los senos y
los pómulos de ella en el mismo ángulo y siempre el chal de seda y los cabellos
oscuros caen con igual delicadeza. Cada vez que pienso en ti, así te veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy el que observa, sino el hombre que yace junto a esa mujer. Entonces se rompe la simétrica quietud de
la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas.
-Cuéntame un cuento -te digo. -¿Cómo lo quieres? -Cuéntame un cuento que no le
hayas contado a nadie.
ROLF CARLE
" Cuentos de Eva Luna"